Autora: Lola Llorca
Cuando nos iniciamos como padres y madres, una las tareas más difíciles que asumimos es la de educadores. Nos debatimos ante la duda de atender todas las demandas de nuestros hijos o poner límites a determinadas exigencias.
Muchas de las preguntas que nos hacemos son del tipo: ¿Seré demasiado estricto o estricta? ¿Se sentirá infeliz si le digo que no? ¡Me cansa esta lucha continua! ¿Merecerá la pena? ¿Es necesario?
Como psicóloga y educadora he de deciros que sí. Es necesario, sano y adaptativo.
Las experiencias emocionales de la infancia son los cimientos sobre los que edificaremos nuestra etapa adolescente y el adulto que llegaremos a ser.
Durante los primeros meses de vida sólo tenemos necesidades y dependemos de los demás para satisfacerlas de inmediato, ya que de ello depende nuestra supervivencia. Sólo podemos ocuparnos de nuestro bienestar, ya que nuestras capacidades de relación son aún limitadas.
A partir del primer año comenzamos a construir el yo, una estructura psicológica que nos prepara para cuidar de nosotros mismos y obtener lo que necesitamos. Junto al yo, surge todo aquello que nos causa felicidad y el rechazo a lo que nos produce sufrimiento. En esta etapa somos egocéntricos, no porque lo elijamos, sino porque apenas podemos ir más allá de nosotros mismos. Y esto también hace que no seamos capaces de ponernos en el lugar de los demás.
Pero el resto de este proceso madurativo no podemos hacerlos solos. A los padres y a las familias les corresponde la importantísima tarea de ir enseñando a poner orden en este panorama egocéntrico en el que, de lo contrario, nos quedaríamos atrapados.
En esta dinámica familiar adecuada maduraremos. Aprenderemos a diferenciar los deseos de las necesidades, a integrar lo bueno y lo malo, a pedir sin exigir, a poner límites a nuestros deseos y a asumir la realidad. A sentir empatía, a interesarnos respetuosamente por los demás y por el bien común.
El sentimiento de pertenencia a la familia nos proporciona el nosotros que nos da identidad.
Si creciéramos sin límites y obteniendo todo lo que deseamos, nos frustraríamos a la primera de cambio en el momento de salir a la vida real. La tolerancia sería cero, no sabríamos ponernos en el lugar de los demás, siempre prevalecería el yo respecto al tú o el nosotros, la capacidad de esfuerzo sería nula y vivir en una sociedad que marca reglas sería imposible.
Parte del proceso de crecimiento sano y maduro es aprender a que no todo se puede obtener. La espera es parte del proceso para conseguir metas y tenemos que esforzarnos para lograr lo que deseamos. Aprendemos a levantarnos si nos caemos, practicamos el llegar a acuerdos en lugar de romper la baraja y nos enseña que para que yo gane los demás también tienen que ganar.
eidem. Centro de Especialidades Psicológicas en Guadalajara. Psicologo en Guadalajara